Por qué creemos en lo increíble: la ciencia detrás de la credulidad humana
PSICOLOGÍA.
La credulidad humana —esa tendencia a aceptar información sin exigir pruebas sólidas— ha acompañado a nuestra especie desde sus orígenes.
Aunque a veces se interpreta como un defecto, la ciencia sugiere que es un mecanismo cognitivo profundamente arraigado, con raíces evolutivas y sociales. En plena era digital, comprender por qué seguimos cayendo en bulos, teorías conspirativas y desinformación es más importante que nunca.
Un cerebro diseñado para creer antes que dudar.
Desde el punto de vista evolutivo, creer rápido pudo ser más útil que analizar a fondo. Nuestros antepasados sobrevivían al reaccionar sin demora ante advertencias del entorno: si alguien gritaba “¡peligro!”, cuestionarlo podía costar la vida. Esta predisposición al “mejor creer que lamentar” aún guía ciertos atajos mentales conocidos como sesgos cognitivos.
Uno de ellos es el sesgo de confirmación, que nos lleva a buscar información que refuerce lo que ya pensamos, evitando aquello que lo contradice. Otro es la heurística de disponibilidad, por la cual consideramos más probables los hechos que recordamos con facilidad, aunque no lo sean. Estos atajos no son fallos del cerebro: son mecanismos para procesar la enorme cantidad de estímulos que recibimos a diario.
La influencia de las emociones: creer también se siente.
Creer no es solo un acto racional; también es emocional. La neurociencia ha demostrado que la amígdala —región cerebral asociada al miedo y otras emociones intensas— se activa cuando recibimos información alarmante o sorprendente. Cuanto más fuerte es la emoción que despierta un mensaje, más probable es que lo aceptemos como cierto.
Esto explica por qué las conspiraciones, los rumores sensacionalistas o los contenidos que apelan al miedo se propagan tan rápido. No necesariamente son los más ciertos, pero sí los más memorables y emocionalmente impactantes.
La presión social: cuando creer es pertenecer.
El ser humano es un animal social, y nuestras creencias también cumplen una función colectiva. A menudo aceptamos ideas no tanto porque sean verdaderas, sino porque son compartidas por el grupo al que queremos pertenecer. Fenómenos como el pensamiento grupal o la prueba social muestran que tendemos a asumir que algo es cierto simplemente porque muchas personas lo repiten.
En redes sociales, este mecanismo se amplifica. Likes, retuits y comentarios generan señales de validación que el cerebro interpreta como indicadores de fiabilidad. Sin embargo, popularidad no es sinónimo de veracidad.
La tecnología: un ecosistema pensado para captar nuestra atención.
La credulidad humana encuentra un terreno fértil en plataformas diseñadas para maximizar el tiempo que pasamos en ellas. Los algoritmos priorizan contenido atractivo, emocional y fácil de consumir, no necesariamente información verificada. Esta combinación produce un ecosistema donde los sesgos cognitivos se ven reforzados constantemente.
Además, el volumen de información hace difícil mantener un pensamiento crítico sostenido. La sobrecarga informativa genera fatiga cognitiva, un estado en el que nuestro cerebro prefiere aceptar rápidamente antes que analizar en profundidad.
¿Podemos ser menos crédulos? La ciencia sugiere que sí.
La solución no pasa por desconfiar de todo, sino por desarrollar herramientas que nos permitan evaluar mejor lo que consumimos:
- Pausar antes de compartir: Unos segundos de reflexión reducen la propagación de la desinformación.
- Buscar fuentes primarias: Acudir a estudios, datos oficiales o expertos reales disminuye el riesgo de caer en bulos.
- Practicar el pensamiento crítico: Preguntarse quién se beneficia del mensaje ayuda a identificar intenciones ocultas.
- Educar en alfabetización mediática: Los programas que enseñan a detectar falacias y manipulación han demostrado su eficacia, especialmente en jóvenes.
Sitio Fuente: NCYT de Amazings